Sin clase media, hay pobres o muy pobres (generalmente los que apoyan al gobierno socialista-bolivariano-leninista) que pasan sus vidas en las favelas del extrarradio de la ciudad, entre chabolas miserables construidas con ladrillos, calamina, uralita y plásticos, descreídos del furibundo capitalismo que, en los años anteriores del acceso del chavismo al poder (el gobierno de Carlos Andrés Pérez, sobre todo), los maltrataba y los relegaba al inframundo, a pasar hambre y necesidades de todo tipo, y que, ahora, con la revolución bolivariana, sienten que han pasado a ser, al menos por un tiempo, el centro del discurso político y los beneficiarios de ciertas medidas populistas (como la entrega de viviendas gratuitas, los vales para la comida, una asistencia médica mínima, los frigoríficos socialistas, los programas comunales de educación, etc).

Hace unos días charlábamos con unos venezolanos que nos hablaban de una tradición que está a medio camino entre la cutrería inspirada en las fiestas de Hollywood y el melodramatismo sensiblero de los culebrones venezolanos.
Por lo visto, las chicas que cumplen los quince celebran fiestas ostentosas, en las que el presupuesto familiar se dispara, y donde la rama femenina de la familia –madre y hermanas– dedica más de seis meses a preparar tan magno evento. Nos dicen que una de estas fiestas puede costar entre 30.000 y 80.000 bolívares (esto es, entre 10.000 y 25.000 euros, según el cambio oficial).

Este ambiente naif, frívolo y hollywoodiense es el que florece entre la alta sociedad caraqueña, que, como bien corresponde a su arquetipo, vive alejada –o por lo menos con los ojos tapados– a la otra realidad del país, la del racionamiento, los barrios y los salarios mínimos (150 euros) más complementos alimenticios.
Como decía una venezolana, muy ufana ella, “todo sea por hacer realidad las ilusiones de las niñas”.
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