Cuando llegamos a Caracas hace casi un año, era fácil encontrarse la cara del presidente Chávez en cualquier sitio: en una farola, en un soporte publicitario de la carretera, en un mural, en grandes pancartas propagandísticas, en los recibos de la electricidad, en los anuncios que el PSUV incluía en los periódicos, en los edificios públicos y en cualquier sitio donde pudiera caber su imagen de cenicienta de la revolución. Por aquel entonces, su rostro, sus gestos, su sonrisa de labios gruesos y su mirada entre prepotente e iluminada constituían un permanente asedio al ciudadano. Explotaban su “liderazgo” con la insistencia de la propaganda más burda y reiterativa.
Sin embargo, los meses han ido pasando y en este tiempo han ocurrido muchas cosas: cortes en el suministro eléctrico, escasez de alimentos, expropiaciones arbitrarias, devaluación de la moneda, inflación galopante, deterioro económico, contracción del precio del petróleo, alimentos podridos en manos de los militares, intervenciones de bancos y casas de bolsa, problemas diplomáticos graves con Colombia y Estados Unidos, pérdida de poder en las elecciones de septiembre y, por último, muertos y damnificados por las lluvias de noviembre. Todo esto ha hecho mella en la popularidad del jefe del estado y, por este motivo, hace tan sólo unos días Chávez ha decidido prohibir a través de una resolución gubernamental el uso de su nombre, de su figura y de su imagen en todo lo que tenga que ver con obras de infraestructura pública. La prohibición se extiende a "construcciones, edificaciones, establecimientos, recintos, instituciones educativas y médicas asistenciales de cualquier nivel, vías de comunicación, lugares públicos y cualquier tipo de inmueble".
La oposición venezolana y muchos de los ciudadanos han visto en este gesto un intento de Chávez para evitar que el pueblo lo vincule con la mala gestión de su gobierno. La pregunta es: ¿supone esta decisión el inicio del fin de un gobierno, unos líderes y un sistema antediluvianos?