Pues bien, a este mismo sitio (y con la misma facilidad) acaban de llegar los gobernantes venezolanos, que hace tan sólo unos días han reformado su famosa Ley de Tierras. Según el nuevo texto, aprobado por la Asamblea Nacional, “la tercerización y el latifundio son mecanismos contrarios a los valores y principios del desarrollo agrario nacional”, y establece que los campesinos que lleven más de tres años trabajando para sus amos, podrán hacerse con el derecho que les otorga la ley y arrebatarles la tierra ajena. El dueño, dice la nueva norma, “perderá todo derecho a los frutos, utilidades o beneficios del trabajo de dicha tierra”.
El sempiterno y lúcido Presidente lo ha dejado aún más claro: “Si usted tiene más de tres años ahí como esclavo, porque los ricos tienen haciendas, tienen hatos por allá y una familia de esclavos, la ley le faculta a que vaya, haga la denuncia y como usted es el que la trabaja, se la vamos a transferir”.
No obstante, dadas las lecciones de la historia, si yo fuera campesino venezolano, quizá me abstendría de ir a por las tierras ajenas, y llevado por ese reflexionar propio del trópico, intentaría convencer a mis compadres con algún tipo de sortilegio: ¿pero es que acaso trabajar no es pecado? Ya lo dicen las Escrituras, compañeros: el hombre no fue creado para trabajar sino para holgazanear. Sólo cuando pecó fue expulsado del Paraíso y, sólo entonces, condenado a tener que ganarse el pan y las habichuelas con el sudor de su frente. Para qué nos vamos a complicar y caer en herejía, pué.
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