Los perritos calientes son la devoción de los caraqueños. Los grupos de desaforados clientes se agolpan a la hora de comer (y en realidad a cualquier hora) ante los maestros perrocalenteros. Suele haber tres o cuatro dependientes en cada puesto, y en muchos casos, doy fe, no dan abasto. El puestecito, que tiene su toldito –eso sí–, debe medir tres metros o así de largo, de manera que cada vendedor se debe apañar en poco menos de un metro, lo que da idea de sus habilidades y destrezas en el arte de tan suculenta comida callejera.
Los perritos calientes son baratos y, por muy asombroso que resulte, hay puestos en los que al pagar tienes que dar tu nombre, tu cédula de identidad y tu número de teléfono (como se hace en la inmensa mayoría de los comercios del país) para que puedan hacerte tu factura. Ellos, al final del año fiscal, deben presentarla ante el Seniat, su agencia tributaria. De vez en cuando los propietarios de los puestos –el Cuñao Fast Food; el carrito Mini Lunch; la Salchicha Speedy– protestan porque se consideran “mercado informal” y, dado el cariz de la revolución, deberían tener por deferencia un mejor tratamiento fiscal que el resto, ya que el perrito caliente (o hot dog, como lo llaman los imperialistas yanquis) es una institución culinaria tan venezolana como puedan ser las cachapas o las arepas.