Los perrocalenteros son una institución gastronómica de Caracas. Están esparcidos por toda la ciudad, en todas las esquinas. Sus salchichas retozan en las planchas vapuleadas a la espera de ser acompañadas por las papas fritas, el repollo o el queso rallado, y sus botes de salsas son de lo más variopinto: mayonesa, kétchup y mostaza, claro, pero también salsa de soja, de ajo, tártara, refrito criollo, guasacaca, rosada y picante, entre otras. Impresiona ver las docenas de huevos apelotonadas unas encima de otras. Por supuesto, nada de refrigeración, nada de conservación en frío y todos esos melindres del mundo del más allá, el de los escuálidos capitalistas que se la cogen con papel de fumar. Ni siquiera los permanentes treinta grados que hay a mediodía los hacen recular en sus costumbres higiénicas.Los perritos calientes son la devoción de los caraqueños. Los grupos de desaforados clientes se agolpan a la hora de comer (y en realidad a cualquier hora) ante los maestros perrocalenteros. Suele haber tres o cuatro dependientes en cada puesto, y en muchos casos, doy fe, no dan abasto. El puestecito, que tiene su toldito –eso sí–, debe medir tres metros o así de largo, de manera que cada vendedor se debe apañar en poco menos de un metro, lo que da idea de sus habilidades y destrezas en el arte de tan suculenta comida callejera.
Los perritos calientes son baratos y, por muy asombroso que resulte, hay puestos en los que al pagar tienes que dar tu nombre, tu cédula de identidad y tu número de teléfono (como se hace en la inmensa mayoría de los comercios del país) para que puedan hacerte tu factura. Ellos, al final del año fiscal, deben presentarla ante el Seniat, su agencia tributaria. De vez en cuando los propietarios de los puestos –el Cuñao Fast Food; el carrito Mini Lunch; la Salchicha Speedy– protestan porque se consideran “mercado informal” y, dado el cariz de la revolución, deberían tener por deferencia un mejor tratamiento fiscal que el resto, ya que el perrito caliente (o hot dog, como lo llaman los imperialistas yanquis) es una institución culinaria tan venezolana como puedan ser las cachapas o las arepas.












Ya me gustaría a mí y a todos los españoles que viajamos a Venezuela tener el poder mediático que tiene el proselitista embajador venezolano para difundir las aberraciones, las degradaciones, el temor, el estado dictatorial y el clima de acojone que imponen los militares de la Guardia Nacional en el aeropuerto de Maiquetía, donde que se lleven tu pasaporte durante no quince sino treinta minutos, que te interroguen sistemáticamente presumiendo que eres culpable, que te amenacen con ir a prisión, que te saquen del aeropuerto y te lleven a un hospital a hacerte radiografías, que te bajen a un hangar donde te revisan la maleta y luego aparece una persona que no estuvo presente durante el registro y afirme que ha sido testigo de que no te han metido nada en la misma y firma un documento sosteniendo tal cosa, un aeropuerto donde las patrullas de niñatos vestidos con uniformes verde oliva y metralletas de repetición es el panorama común, donde los viajeros tienen que mirar al suelo y evitar cruzarse con las miradas acusatorias de esos militarotes revolucionarios de tres al cuarto, donde las mujeres que viajan solas son acosadas permanentemente y llevadas a cuartos donde se les revisa el equipaje una y otra vez, donde te sacan la cartera y te manosean los billetes y hacen como que se los van a quedar, donde te huelen (no los perros, sino los militares) los libros que llevas y los zapatos y la ropa interior, donde te hurgan los champús y los geles con el primer plástico que se encuentran en el suelo para ver si llevas droga en los envases, donde todas estas cosas son el pan nuestro de cada día, ahí, me hubiera gustado ver al embajador de Venezuela en España. No me imagino qué hubiera dicho si hubiese sufrido el trato que recibimos los españoles cuando viajamos a su país. 
El día a día de la isla para un visitante es muy sencillo: llegas a la posada, el posadero te prepara una cava (una nevera) con comida y aperitivo para pasar el día en alguno de los cayos cercanos, luego vas al muelle, tomas una embarcación a motor y te trasladan al islote que tú elijas, siempre dependiendo de los pronósticos del tiempo: Madrizquí, Francisquí, Noronsquí, Crasquí, Cayo del Agua, etc. Una vez que te dejan allí, las opciones son: tumbarse al sol, bañarte en sus increíbles y templadas aguas azul celeste, hacer snorkel, bucear o recibir clases de kite-surfing. Pasas el día entero en el cayo y, al regreso, ya al anochecer, lo mejor es irte a alguna de las terrazas medio hippies que hay en la playa a tomarte algo mientras observas la espectacular puesta de sol y esperas, sin prisa y con toda la calma del mundo, a que preparen la cena para, después, irte a dormir.
Claro que no todo fue tan idílico: el último día nos tocó vivir los coletazos del huracán Thomas y la travesía desde Francisquí hasta el Gran Roque fue de película de terror: estábamos en un cayo donde la única construcción “firme” era un chiringuito de madera que temblaba con cada golpe de viento; vinieron a buscarnos en una lancha en la que no había chalecos salvavidas para todos y, cuando salimos hacia el Gran Roque, el temporal nos cogió en mitad del mar; la lluvia caía a ráfagas laterales, violentamente, y las olas (en un sitio donde casi nunca las hay) alcanzaron los dos metros. No pudimos llegar al muelle, así que nos dejaron en la otra punta de la isla, junto a la pista del aeropuerto y tuvimos que caminar más de veinte minutos (no porque la posada estuviera lejos, sino porque el viento no nos dejaba avanzar) hasta llegar, totalmente empapados, a nuestra posada. Para colmo, cuando llegamos no había luz ni agua caliente, pero menos mal que el posadero tenía un generador independiente y pudimos ducharnos sin problemas. Pasamos el resto del día en la posada, viendo el partido del Inter de Milán, tomando cafés y leyendo repanchingados en la chaise-longue de la terraza.