Desde hace unas semanas Venezuela vive inmersa en una polémica, no agria sino más bien miserable e infausta, ya que detrás de ella se atisba un colosal delito de corrupción política y burocrática: resulta que están apareciendo toneladas y toneladas de alimentos descompuestos, caducados y en mal estado en hangares, puertos, containers y dependencias que controlan la todopoderosa PDVSA (Petróleos de Venezuela) y PDVAL (Producción y Distribución Venezolana de Alimentos).Se calcula en 122.000 toneladas los alimentos en mal estado que se han ido descubriendo, poco a poco, en los almacenes custodiados por el gobierno. La razón no está muy clara, pero las explicaciones se centran en torno a la importación de alimentos. El tema es que hay indicios de que funcionarios venezolanos y cubanos compraron en Estados Unidos alimentos con fechas de vencimiento muy próximas a la compra, lo que les permitió abaratar los costes de manera notable. Como luego estos mismos funcionarios –generalmente a través del ejército o de las comunas socialistas– son los que reparten los alimentos, al maniobrar de esta forma lo que consiguen es embolsarse comisiones millonarias en sus probos y humildes bolsillos obreros (todo ello “presuntamente”, claro, hasta que se demuestre lo contrario).
Hay que recordar que en Venezuela se importa prácticamente todo. La producción propia es escasa y, cuando existe, resulta deficitaria o insuficiente. En el caso de las importaciones agroalimentarias, éstas han pasado de 3.600 millones de dólares en 2007 a 11.000 millones en 2009. Es fácil imaginar lo que se han podido embolsar esos funcionarios gracias a los alimentos traspapelados, ocultos o silenciados entre el polvo de los hangares, la mirada avara de los roedores y la voracidad insaciable de las bacterias.
Como es lógico en estos casos, el gobierno ha intentado minimizar el problema de los alimentos dañados, afirmando que la cantidad encontrada representa una mínima parte de lo que el Estado importa cada año para comercializar a precios bajos a través de las redes de Mercal y PDVAL. El tema es que con esas miles de toneladas hubieran comido miles y miles de ciudadanos, que tanto sufren para conseguir, precisamente, esos alimentos, que ahora han aparecido descompuestos en almacenes siniestros. Ay, esa leche, ese aceite, ese arroz, esa harina, ese azúcar, esa carne…
Y los hay ricos o muy ricos (por lo general, los que se oponen al modelo utópico-cubano-troskista del comandante en jefe del estado) que ven en el modelo liberal la normalidad necesaria para desarrollar una sociedad meritocrátricamente más justa y, en consonancia con los tiempos que corren, más asentada en el omnipresente y siempre seguro poder del dinero, y que son los que viven en el centro financiero de la ciudad, en los barrios de Chacao, en los lujosos apartamentos de Altamira y La Castellana, y los que asisten a los Country Club, a los restaurantes de los hoteles, a los conciertos del teatro Teresa Carreño y a las lujosas tiendas de algunos centros comerciales. Estos (los ricos) son también quienes aparecen en las secciones de Vida Social de los periódicos, para envidia, descreimiento o simple resignación de los menos favorecidos. Son también quienes, con una ostentación casi obscena, celebran y propagan la desmesura de los cumpleaños de sus hijas, quinceañeras que celebran por todo lo alto su “ingreso en sociedad y su paso a la madurez”.

Allá nos fuimos el sábado un grupo de quince personas, y allá pasamos el día entre las degustaciones de rones (el gran reserva, el selecto, el solera, el orange, el coffee), los paseos por la espectacular hacienda de origen colonial y los intensos olores del alcohol destilado por los imponentes alambiques que salpican los almacenes de la finca. Después de un curso de cata de rones, que no hizo sino confirmar lo que ya sabía, esto es, que el ron es la mejor bebida alcohólica que existe –una pena tanto azúcar–, nos fuimos de allí con un certificado de catadores semi oficiosos y con una retahíla de anécdotas curiosas sobre el origen, la elaboración, el envejecimiento y, sobre todo, la (rica) cata del ron más añejo del mundo.












A poco más de tres horas de Caracas hay un pueblecito somnoliento y melancólico, enclavado al otro lado de los inmensos picos que pueblan el Parque Nacional Henri Pittier, que tiene lo que uno espera encontrar en el Caribe: playas idílicas de arena blanca y mar azul turquesa, cocoteros, palmeras, espesos bosques, casas coloniales, posadas con encanto y calma chicha tropical. Hasta es posible ver a un joven indolente ataviado con los colores del Barca y una gorra de jamaica haciendo abalorios y colgantes hippies, esperando vender alguno (como se puede ver en la foto de más abajo).
