La sociedad caraqueña responde muy bien a los arquetipos.
Sin clase media, hay pobres o muy pobres (generalmente los que apoyan al gobierno socialista-bolivariano-leninista) que pasan sus vidas en las favelas del extrarradio de la ciudad, entre chabolas miserables construidas con ladrillos, calamina, uralita y plásticos, descreídos del furibundo capitalismo que, en los años anteriores del acceso del chavismo al poder (el gobierno de Carlos Andrés Pérez, sobre todo), los maltrataba y los relegaba al inframundo, a pasar hambre y necesidades de todo tipo, y que, ahora, con la revolución bolivariana, sienten que han pasado a ser, al menos por un tiempo, el centro del discurso político y los beneficiarios de ciertas medidas populistas (como la entrega de viviendas gratuitas, los vales para la comida, una asistencia médica mínima, los frigoríficos socialistas, los programas comunales de educación, etc).
Y los hay ricos o muy ricos (por lo general, los que se oponen al modelo utópico-cubano-troskista del comandante en jefe del estado) que ven en el modelo liberal la normalidad necesaria para desarrollar una sociedad meritocrátricamente más justa y, en consonancia con los tiempos que corren, más asentada en el omnipresente y siempre seguro poder del dinero, y que son los que viven en el centro financiero de la ciudad, en los barrios de Chacao, en los lujosos apartamentos de Altamira y La Castellana, y los que asisten a los Country Club, a los restaurantes de los hoteles, a los conciertos del teatro Teresa Carreño y a las lujosas tiendas de algunos centros comerciales. Estos (los ricos) son también quienes aparecen en las secciones de Vida Social de los periódicos, para envidia, descreimiento o simple resignación de los menos favorecidos. Son también quienes, con una ostentación casi obscena, celebran y propagan la desmesura de los cumpleaños de sus hijas, quinceañeras que celebran por todo lo alto su “ingreso en sociedad y su paso a la madurez”.
Hace unos días charlábamos con unos venezolanos que nos hablaban de una tradición que está a medio camino entre la cutrería inspirada en las fiestas de Hollywood y el melodramatismo sensiblero de los culebrones venezolanos.
Por lo visto, las chicas que cumplen los quince celebran fiestas ostentosas, en las que el presupuesto familiar se dispara, y donde la rama femenina de la familia –madre y hermanas– dedica más de seis meses a preparar tan magno evento. Nos dicen que una de estas fiestas puede costar entre 30.000 y 80.000 bolívares (esto es, entre 10.000 y 25.000 euros, según el cambio oficial).
Las chicas, que llegan en Hummer, son escoltadas por cadetes y bailan el Danubio Azul, celebran su socialización a lo grande. Invierten fortunas en vestidos de lujo –de telas románticas y cortes clásicos–, contratan bailarines que hacen coreografías especiales, imprimen sus fotos en carteles tan grandes que podrían ponerse en las vallas de las autopistas. Los ambientes son decorados con globos, estrellas, confetis, alfombra roja, todo muy chill-out y muy lounge, como mandan los cánones estéticos actuales, con sillas de diseño y luces multicolores para la pista de baile.
Este ambiente naif, frívolo y hollywoodiense es el que florece entre la alta sociedad caraqueña, que, como bien corresponde a su arquetipo, vive alejada –o por lo menos con los ojos tapados– a la otra realidad del país, la del racionamiento, los barrios y los salarios mínimos (150 euros) más complementos alimenticios.
Como decía una venezolana, muy ufana ella, “todo sea por hacer realidad las ilusiones de las niñas”.
martes, 29 de junio de 2010
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