En el barrio a veces no llegan los servicios mínimos: el agua, la electricidad, la recogida de basuras, los alimentos. Las tiendas son improvisados estantes de productos que escasean, colocados de cualquier manera; las luncherías y las areperas acogen a los lugareños entre el sórdido runrún de los camareros abatidos y el ambiente saturado de tabaco; los puestos ambulantes exhiben sus hortalizas, pero también los cauchos para los carros, o los pañuelos para las señoras o los pescados y las carnes en la parte trasera de una camioneta, o los remaches necesarios para las labores de los talabarteros y zapateros.
Toda esta gente que vemos mientras vamos en el coche, parapetados por los vidrios tintados de negro, invisibles a las miradas desesperadas de sus habitantes, llegaron aquí, al Junquito y a otros barrios y parroquias como ésta, allá por los años 50, alentados por un ilusorio sueño de riqueza, provenientes del mundo rural, embelesados por los fastos y las promesas de un futuro mejor que encarnaba como ninguna otra la ciudad de Caracas. La mayoría, sin embargo, jamás llegó a disfrutar de esa prosperidad y, a falta de mejor destino, poblaron las colinas que circundaban los barrios céntricos de la capital. Todavía hoy, y pese a las esperanzas no cumplidas de la revolución bolivariana, siguen ahí.
Eso se llama lealtad a la revolución boliviana. ¿o miedo al poder? Que alguien me lo explique
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