viernes, 22 de octubre de 2010

El barrio

La vida en el barrio es dura, áspera, enconada. Sus calles resultan hostiles, la gente camina con un brillo de desconfianza en las pupilas, los niños juguetean descalzos por las aceras sin asfaltar, los hombres hurgan en los desperdicios que se amontonan en la basura desparramada, los ancianos se sientan a la puerta de la casa, las mujeres atienden el hogar o viajan hasta muy lejos para limpiar los apartamentos de los más acomodados, los perros famélicos pululan extraviados, las viviendas están mal levantadas con un humilde ladrillo visto, sin ventanas y muchas veces sin puertas, con uralitas y chapas de zinc haciendo las veces de tejado, las cortinas deshilachadas cuelgan en las oquedades de las fachadas, se ve que las construcciones se han alzado de manera precipitada y desigual, sin atender a ningún criterio urbanístico y al borde siempre del abismo.

En el barrio a veces no llegan los servicios mínimos: el agua, la electricidad, la recogida de basuras, los alimentos. Las tiendas son improvisados estantes de productos que escasean, colocados de cualquier manera; las luncherías y las areperas acogen a los lugareños entre el sórdido runrún de los camareros abatidos y el ambiente saturado de tabaco; los puestos ambulantes exhiben sus hortalizas, pero también los cauchos para los carros, o los pañuelos para las señoras o los pescados y las carnes en la parte trasera de una camioneta, o los remaches necesarios para las labores de los talabarteros y zapateros.

Toda esta gente que vemos mientras vamos en el coche, parapetados por los vidrios tintados de negro, invisibles a las miradas desesperadas de sus habitantes, llegaron aquí, al Junquito y a otros barrios y parroquias como ésta, allá por los años 50, alentados por un ilusorio sueño de riqueza, provenientes del mundo rural, embelesados por los fastos y las promesas de un futuro mejor que encarnaba como ninguna otra la ciudad de Caracas. La mayoría, sin embargo, jamás llegó a disfrutar de esa prosperidad y, a falta de mejor destino, poblaron las colinas que circundaban los barrios céntricos de la capital. Todavía hoy, y pese a las esperanzas no cumplidas de la revolución bolivariana, siguen ahí.

1 comentario:

  1. Eso se llama lealtad a la revolución boliviana. ¿o miedo al poder? Que alguien me lo explique
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