Esta vez el viaje se nos hace corto, a pesar del retraso en la salida del avión y las nueve horas de vuelo. Hablamos de lo raro que resulta tener y habitar dos casas en ciudades separadas por más de siete mil kilómetros de distancia, y lo extraño y curioso que resulta vivir todo un año en un verano perpetuo. Ocupamos los asientos de la fila diez, junto a la puerta de salida, los más amplios y cómodos de todo el avión. Enfrente de nosotros se sienta un azafato de Iberia, serio, rígido, muy ocupado y muy profesional. Cuando estamos a punto de aterrizar, hablamos con él: lleva volando quince años a Latinoamérica y doce a Caracas. Nosotros le resumimos nuestra historia. Al cabo de un rato, se anima y nos dice:
–¿Saben una cosa? –pregunta bajando la voz y adelantando el cuerpo hacia nosotros. No quiere que le oigan los venezolanos que van en el vuelo–. Llevo doce años viniendo a Caracas y nunca, en todo este tiempo, he salido del hotel. Es una ciudad que ha ido de mal en peor, y no tengo el menor interés en ver nada… Es tan insegura –dice dejando resbalar su mirada por los asientos delanteros del avión, como para asegurarse de que en efecto nadie le está escuchando-, es quizá la peor ciudad de toda Latinoamérica, al menos para mí.
Después nos sigue contando cosas de otros lugares: Río de Janeiro, Buenos Aires, La Habana, Santiago de Chile y haciendo comparaciones entre unos y otros. Cuando nos despedimos, nos desea mucha suerte con su tono serio, rígido y muy profesional.
El dispositivo de seguridad que nos espera nada más bajar del avión nos conduce por el mostrador diplomático y muy pronto dejamos atrás los controles farragosos de los militares armados. Con nosotros, vienen dos compañeros nuevos, que se incorporan al proyecto de la obra. Uno de ellos ya conocía Caracas, estuvo aquí quince años antes, con otra empresa. Mientras subimos hacia Caracas y dejamos a nuestras espaldas el aeropuerto de Maiquetía, comienzan a aparecer los barrios y las favelas en las laderas de las montañas. La entrada a la ciudad resulta más rápida de lo habitual y misteriosamente no hay tráfico. El que había estado hacía quince años, después de estar observando a través de los vidrios tintados del coche que nos transporta, comenta asombrado:
-Madre mía, esto está desahuciado.
–¿Saben una cosa? –pregunta bajando la voz y adelantando el cuerpo hacia nosotros. No quiere que le oigan los venezolanos que van en el vuelo–. Llevo doce años viniendo a Caracas y nunca, en todo este tiempo, he salido del hotel. Es una ciudad que ha ido de mal en peor, y no tengo el menor interés en ver nada… Es tan insegura –dice dejando resbalar su mirada por los asientos delanteros del avión, como para asegurarse de que en efecto nadie le está escuchando-, es quizá la peor ciudad de toda Latinoamérica, al menos para mí.
Después nos sigue contando cosas de otros lugares: Río de Janeiro, Buenos Aires, La Habana, Santiago de Chile y haciendo comparaciones entre unos y otros. Cuando nos despedimos, nos desea mucha suerte con su tono serio, rígido y muy profesional.
El dispositivo de seguridad que nos espera nada más bajar del avión nos conduce por el mostrador diplomático y muy pronto dejamos atrás los controles farragosos de los militares armados. Con nosotros, vienen dos compañeros nuevos, que se incorporan al proyecto de la obra. Uno de ellos ya conocía Caracas, estuvo aquí quince años antes, con otra empresa. Mientras subimos hacia Caracas y dejamos a nuestras espaldas el aeropuerto de Maiquetía, comienzan a aparecer los barrios y las favelas en las laderas de las montañas. La entrada a la ciudad resulta más rápida de lo habitual y misteriosamente no hay tráfico. El que había estado hacía quince años, después de estar observando a través de los vidrios tintados del coche que nos transporta, comenta asombrado:
-Madre mía, esto está desahuciado.
Sin embargo, esta vez a mí no me impresiona tanto. Se ve que uno se habitúa incluso a lo destartalado y a la aridez de la miseria. Es más, noto ciertas mejoras (eso sí, en el centro de la ciudad, no en los barrios): han surgido obras nuevas, están remozando calles, han puesto semáforos en los cruces imposibles, están podando las frondas de los mangos, pintando los pasos de cebra, adoquinando algunas aceras, coloreando las fachadas de las barriadas con los colores de la bandera nacional. Después de todo, hay elecciones en un par de semanas y, como ocurre en todos los sitios, hay que ganar votos hasta el último momento. Una buena forma de hacerlo es, como siempre, recurrir al barniz de lo superfluo y lo accesorio.
Para que luego te quejes de que no hay aceras? y recién remodeladas con sus pasos de cebras y todo.
ResponderEliminarF
Te veo cotilleando por los colegios electorales... Mejor verlo por la tele, que esta vez lo mismo acabas en la carcel...
ResponderEliminarDisfruto mucho de tus crónicas.
ResponderEliminarUn abrazo.
Merce
me encanta la ciudad de caracas.....Me quiero ir a vivir para aya
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