El otro día me sucedió esto en una sucursal bancaria, cuando iba a depositar un dinero para realizar un pago.
Como Internet está en una fase muy embrionaria en el uso cotidiano de la banca, aquí la gente acude a las oficinas de su entidad financiera a realizar todo tipo de operaciones, con el consecuente colapso de las mismas. Así que es habitual ver las sucursales abarrotadas de decenas de clientes que no sólo permanecen de pie haciendo la cola de rigor sino también ocupando las filas de asientos que es habitual encontrar en la mayoría de los establecimientos. Ante tal espectáculo se me ocurrió tomar discretamente una foto con una pequeña cámara que llevaba, del tamaño de un teléfono móvil. Después me puse a rellenar el papel para hacer el depósito y al acabar, justo detrás de mí, un policía de metro noventa, vestido con uniforme azul, chaleco antibalas y pistola atada con un cincho al muslo de su pierna me estaba esperando. No sé de dónde había salido, pero sí puedo asegurar que cuando yo entré no estaba allí. Me dice:
-Su cédula, por favor.
Me quedo un poco extrañado. No sé por qué me pide la identificación, pero le doy sin rechistar mi pasaporte. Lo abre, lo observa, lo gira, lo manosea. Me mira y me vuelve a decir:
-Acompáñeme.
Intento coger el pasaporte pero él lo retiene en sus manos enguantadas.
-No, esto me lo quedo yo –dice.
Echa a caminar delante de mí y yo le sigo nervioso porque nunca hay que dejar que tu pasaporte se lo quede nadie. Si lo pierdes, lo ocultan o se lo quedan, estás perdido. Eso es al menos lo que nos han repetido una y otra vez.
Salimos y afuera están esperando dos policías más, un hombre, joven, con unas gafas de cristales anaranjados, y una mujer, bastante caballuna. Los tres me rodean contra la pared, de forma que no puedo escapar.
-Déjeme la cámara filmográfica –me dice el que me ha sacado de la oficina.
-Sí, claro –le digo yo con el mejor tono que encuentro. Mientras la saco de la mochila en la que la llevo, sigue esta conversación:
-¿De dónde es?
-De España.
-¿Qué hacía en el banco?
-Realizar un pago.
-¿Y para qué va a pagar un español un recibo en un banco venezolano?
-Bueno, me he apuntado a unas clases y no admiten dinero en efectivo, así que tengo que pagarlas aquí.
-¿No sabe que no se pueden tomar fotos en los bancos? Ni siquiera se puede hablar por el celular. ¿Es que no ha visto el dibujo? –me pregunta señalando la puerta. Sigo su dedo y, en efecto, veo una pegatina con un móvil tachado.
-Disculpe, no lo sabía.
-Borre todas las fotos.
-Claro, le digo. Sólo tomé una.
Lo hago, pero antes tengo que enseñarle todas las fotos que llevo en la cámara. Entonces coge mi pasaporte y se va hasta su moto hablando por un
walkie-talkie. Le escucho y oigo que da mis datos –supongo que a la comisaría- para contrastar si soy quien digo ser. En ese momento, el otro policía, el más joven, el de las gafas naranjas, en una actitud claramente chulesca, me ordena:
-Abra la mochila.
Le obedezco.
-¿Qué es eso?
-Un glucómetro.
Lo coge, lo abre y lo observa. Ve las agujas y las lancetas que llevo para pincharme. Se queda extrañado y empieza a hurgar en la mochila. Ve unos sobres de azúcar que llevo, sobres que como tienen tanto tiempo en la mochila se han descolorido y han perdido la tinta que llevaban, de modo que parecen pequeñas bolsitas de algo sospechoso.
-¿Esto no será droga?
-No –le digo. –Soy diabético. Esto es un glucómetro y esto, azúcar.
Empieza a oler los sobres. Me mira el cuello y me hace girarlo de un lado a otro. Estoy recién afeitado y es probable que lleve alguna marca, pienso. Me dice:
-Enséñeme los brazos. –Se los muestro.- ¿Toma droga: cocaína, heroína? ¿No se pinchará?
-No –le insisto ya sin dejarme intimidar.
-¿Dónde vive?
-En Campo Alegre.
-¿Calle?
-La transversal.
-¿Edificio?
-Ávila.
-¿Qué hace aquí en Caracas?
-Trabajar.
-¿Para quién trabaja?
-Para la Electricidad de Caracas. (Es mejor no decir que soy periodista, y menos periodista español. No es cosa buena).
-¿Cuánto tiempo lleva aquí?
-Tres meses.
Ahora es la mujer policía la que hurga en la mochila. Encuentra un bloc con notas que llevo sob
re Caracas. Mi sensación de criminal va en aumento. Se pone a leerlo: llevo apuntados nombres de restaurantes, librerías, palabras venezolanas, direcciones, nombres de políticos, escritores, economistas… Ahora me da por pensar que pueden parecer las notas de un terrorista. Leen todos mis apuntes sin ningún tipo de reparo. Me miran con desconfianza y mucha agresividad:
-¿Y todo esto? ¿Para qué es?
-Bueno, son apuntes. Para mí. Voy escribiendo cosas que veo en Caracas.
En ese momento, llega el otro policía, y dice, dirigiéndose más a sus compañeros que a mí:
-Está bien. Puede irse. Pero no olvide que aquí no se pueden tomar fotos. Ni siquiera hablar por celular. Está penado.
Me dan mi mochila y me devuelven el pasaporte, y les digo con la mayor educación posible:
-Gracias.
Entonces entro de nuevo en la sucursal y me pongo a esperar la enorme cola. Los puedo ver todavía en la acera, acechando, hablando por el
walkie. Cuando se descuidan, aprovecho para largarme sin dudarlo. La sensación de delincuente va creciendo en mí a medida que llego a casa. Lo tengo claro. En un estado al borde del totalitarismo en el que el temor inunda la actividad cotidiana de los ciudadanos, la policía, la guardia nacional o el ejército –los ejecutores del Gran Hermano- detentan un poder inaccesible que no vela por el pueblo, sino que va contra él, imponiendo siempre un aire de terror, de despotismo contumaz, de vigilancia permanente, de persecución acusatoria. En Venezuela, al contrario de lo que pasa en el resto del mundo civilizado, el ciudadano es culpable hasta que no demuestre lo contrario y la policía tiene poderes plenipotenciarios para preguntar, exigir, solicitar, requerir e interrogar, sin que quepa la menor discrepancia o el más mínimo reparo.