Las busetas de Caracas son cajas desvencijadas con ruedas, chatarra en movimiento, pura carrocería caribeña, muchas de ellas tuneadas, otras son meras carcasas oxidadas con grandes costrones de pintura desconchada. Cuando subes a una, el calor es tan asfixiante que sólo entonces entiendes por qué siempre circulan con las puertas abiertas de par en par. Van siempre a rebosar, con gente agolpada en la puerta, aferrada a los barrotes, como en esas viejas fotos de los tranvías madrileños. Así he ido yo, ahí asomado, pero no hay peligro. El tráfico es tan denso que apenas la buseta se mueve un poco. Se paga al bajar, no al subir, y en sus lunetas siempre llevan unos carteles muy rudimentarios que te indican las paradas y el destino. Son algo así como poemas dadaístas: Chacao, Chacaíto, Sabana Grande, Lido, Hoyada, Bolívar, Silencio y Circo. Y lo rematan con otros cartelones, siempre muy coloridos, del tipo: Conductores criollos. Mi mamá me ama. Amo a mi mamá. Dios está en Venezuela.
El tema es que las busetas constituyen también el medio de transporte preferido de los malandros. Las cifras de violencia en ellas son aterradoras, sobre todo en las líneas periféricas de la ciudad, y prácticamente no hay día en que no haya un muerto en alguna de ellas. Sin ir más lejos, el otro día un adolescente de 15 años recibió ocho balazos en una buseta del barrio de La Culebrita, en el sector de La Vega. Las autoridades han empezado a plantearse poner cámaras, pagar por anticipado mediante abonos trasporte e, incluso, meter a la Guardia Nacional en las busetas, pero son tan pequeñas que realmente no sé cómo lo van a hacer. A esto último, por cierto, los usuarios se han opuesto, ¿por qué será?
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