Lo mejor de El buen gourmet es el nombre y, aunque es más caro que el resto de los sitios, poco o nada tiene de delicatessen como pudiera inducir a pensar. Está regentado por un portugués de Madeira y un venezolano de orígenes inciertos.
El portugués, al que le faltan varios dientes –y los que le quedan están revestidos de una gruesa capa de sarro–, tiene una calva que intenta disimular con un mechón que le cruza de lado a lado y que, por las pintas, debe lavárselo una vez a la semana, y su acento es tan oscuro que apenas entendemos algo de lo que nos dice. Cuando te vende los paquetes de tabaco a un precio mayor al que marca la cajetilla y tú se lo comentas, se pone unas gafas de farmacia y farfulla una serie de ruidos guturales mientras agita las manos al viento en un claro gesto de incomprensión. Nosotros le decimos que sí, pero que nos cobre el precio que está marcado. Si le compras un paquete de pilas, por ejemplo, es probable que te duren solo un día. Cuando se lo dejas caer, se echa las manos a la cabeza y se pone a mascullar las palabras sin quitarse el cigarrillo de la boca y desaparece en la parte trasera del colmado.
Este portugués es todo un personaje. Critica duramente a Venezuela y a su gobierno, habla con nostalgia de su patria olvidada (vino aquí hace cuarenta años) y podríamos decir que trabaja más bien poco. Su tienda es, en puridad, una licorería pero tiene también remesas de patatas, generalmente esturreadas por el suelo, cocos y mangos que recogen de los árboles cercanos y venden a precios económicos, trozos de carne revenida que hacen las delicias de los moscardones que pululan alegremente por el escaparate, tiene incluso un par de máquinas tragaperras al fondo de la tienda, en un recodo oscuro y clandestino, donde los jugadores echan las monedas mientras beben botellas y botellas de Solera.
El día de la final del Mundial, que cayó en domingo, un amigo que vive también aquí al lado compró un montón de Soleras en El buen gourmet para ver el partido. Ese día el portugués se debió hinchar a vender cervezas y whiskys. Pero resulta que aquí los domingos está prohibido vender alcohol y las autoridades le cerraron la tienda durante toda la semana. Cada vez que yo pasaba por delante de ella, le veía ahí sentado, con el cierre echado, hablando alegremente con todos los vecinos. Sospecho que si alguien le pedía algo, lo sacaba por la puerta trasera con sumo gusto. Lo cierto es que no tenía mucha cara de preocupación.
Este domingo pasado, cuando reabrió, fuimos a comprar y mientras esperábamos nuestro turno, el portugués no paraba de despachar Soleras y Polares, las dos cervezas de aquí. Al fondo, en las dos máquinas tragaperras, un jugador bebía sin parar. Pero al portugués no parecía importarle que pudieran cerrarle de nuevo el local. Cuando le compramos el tabaco, esta vez nos dijo entre risas, mostrándonos las ausencias de su boca: “Este ya viene marcado a 18 bolos. Soy legal, eh”. O eso, al menos, creimos entenderle.
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