Todo empezó un buen día, lo probé un poquito y no me convenció, me hizo torcer el gesto, arrugar los ojos, escupir como si hubiera masticado comida pasada. Pero después le cogí el gustillo, me quedaba subyugado ante aquel torrente discursivo del presidente (que algunos, maliciosamente, llaman diarrea dialéctica), sus palabras altisonantes preñadas de Mayúsculas (la Justicia, la Revolución, la Oligarquía, Bolívar, el Capitalismo), sus anécdotas pintorescas, como si las estuviera contando en la lunchería de la esquina (su colesterol, sus hijas, su infancia en la planicie de los llanos venezolanos, su pasión por el cante y la pintura, y el beisból, y el sofból, y el basquetból, todo muy acentuado en la última sílaba).
Su poder de atracción es como el de cualquier otra droga. El que fuma o ha fumado sabe de qué le hablo. El que tiene algún vicio me comprende. Es cierto que después de media hora de programa ya no sabes de qué te está hablando, pero no importa. Su longitud y su verborrea son directamente proporcionales al atolondramiento que te produce, qué placer, Dios mío.
Después de varios meses, en los que he intentado desengancharme (he buscado consejo en los venezolanos, en los españoles, en los bartenderos o mesoneros, en el descreído monitor de mi gimnasio, pero nada), he descubierto que lo que más me gusta es la estética del programa, tan descuidada, tan cutre, tan de andar por casa. Algunos, maliciosamente, la llamarían kitsch o retro. Pero yo no.
Me deleito cuando el presidente sale con un fondo de barcos a punto de hundirse, de chabolas humildes o de centrales eléctricas a medio construir, sentado ante un pupitre de colegio, con sus folios revoloteando por las corrientes de aire, que tiene que prensar con piedras o cantos rodados para que no se le vuelen. Pero lo que más me tiene “cogido” es esa estampa entrañable del presidente cuando aparece con sus mapitas geopolíticos, igualitos a los que usábamos en el cole, señalando aquí y allá por toda la geografía venezolana con su rotulador rojo o su lápiz con goma de borrar –ah, qué recuerdos– y entonces se pone a ilustrar a la audiencia que se amontona no sólo delante del querido mandatario, sino también ante los televisores, ya que todas las cadenas están obligadas a retransmitir el maravilloso programa de Aló, Presidente.
Hablando con el más sabio de los venezolanos que conozco, el camarero que me sirve las arepas de la mañana, he llegado a la conclusión de lo que hay que hacer para salir del vicio y acabar con el mono: apagar el televisor. Pero, por más que lo intento, ahí sigue apareciendo Huguito, con sus mapas y sus rotuladores, y entonces, sin remisión, atrapado por una salmodia irrefrenable, me dejo arrastrar y caigo de nuevo en el vicio, ojeroso y abotargado, pero feliz y sin parar de reír.
Te entiendo, en España a mucha gente le pasa lo mismo con Jiménez Losantos...
ResponderEliminarDe todas maneras, me gustaba más cuando describías los pepitos de chocolate que te tomabas todas las mañanas antes de ir a currar... Eso si era una adicción...
Santi, cambia ya el título de esta entrada por el de "Poesía eres tú". Gustavo Adolfo Bécquer pensaba en Hugo Chávez, ahora lo entiendo.
ResponderEliminarY los círculos rojo, Jesús, qué tiempos!!!
ResponderEliminarRaúl, es lo que tienen los iluminados, que siempre inspiran... jejeje