Al fondo de un pasillo, en un recodo medio escondido del centro comercial San Ignacio, en una entreplanta, hay un videoclub de lo más peculiar. Vamos caminando y cuando lo vemos nos damos un codazo, como si hubiéramos descubierto un tesoro.
–Anda, mira –nos decimos–, un videoclub.
Entramos y nos ponemos a ojear. El material es de lo más surtidito: DVD, Blu-Ray, películas de estreno, series completas por temporadas, filmes clásicos, por géneros, etc. La disposición de los anaqueles es impecable y el orden, exquisito. Pero lo mejor son los precios: un DVD te lo llevas por un euro y el último estreno de Hollywood en Blu-Ray lo compras por cinco euros. Qué chollo, pensamos. Las carátulas vienen plastificadas, pero cuando las miras con un poco de detenimiento ves que el papel del cartel está mal recortado y que no cubre todo el espacio que debiera. Sólo entonces te das cuenta de que estás en un videoclub pirata, como un top-manta pero en tienda.
–Oye –le preguntamos al dependiente–, estas películas ¿son originales?
–Claro, papá, aquí todo lo que vendemos es original, tenemos estrenos y series, lo que quieras.
–No, me refiero a que si son copias o son películas originales.
–Ah, no, helmano, nosotros somos serios, trabajamos con material de primera. Si yo vendiese copias en mal estado, de esas que se graban en los cines, se me acabaría el business.
–¿Pero esto… es legal? –le preguntamos ingenuamente.
–Claro, papá, aquí en Venezuela esto es legal, porque yo no las exhibo en público, es sólo que las vendo y ya está.
–Ah.
–El gobierno te da chance de hacer esto. Yo antes tenía un Blockbuster pero quebró, la gente no alquilaba. Internet nos hizo mucho daño. Ahora lo hago así: hago copias de calidad y la cosa va mejor –hace una pausa y nos señala una balda–. Miren, tengo Hermano, Habana Eva, Celda 211, Comer, rezar, amar. Lo que quieran, son estrenos.
–Gracias –le decimos–, vamos a echar un vistazo.
Nos ponemos a ello y, cuando miramos de arriba abajo, nos quedamos impresionados. No estamos convencidos de la calidad, aunque el dependiente nos asegura que cada copia pesa cuatro gigas. Al final nos llevamos una para probar. Cuando estamos pagando, nos dice:
–Ustedes son artistas ¿verdad? –sonríe mostrando una mueca de complicidad–. Ya lo decía yo, según hablaba con ustedes: los señores por lo menos son artistas.
–Bueno, estamos en ello –le digo yo–.
–¿Qué son: cineastas, fotógrafos, pintores?
–No, yo periodista y ella química.
–Ah –exclama con cierta complacencia–, no andaba yo muy equivocado.